La curiosa delgada línea entre la distopía y lo apocalíptico

«Alguien alguna vez dijo que es mucho más fácil imaginar el fin del mundo que imaginar el fin del capitalismo. Ahora podemos revisar esta idea mientras somos testigos del intento de imaginar el capitalismo mediante imaginar el fin del mundo» Fredric Jameson, ‘Future City’, 2003

« Post-apocalíptico (un mundo en el que el apocalipsis no ha acabado sino que ha progresado de un discreto punto de ruptura hacia una afección contínua -en términos Heideggerianos, del Ereignís al Ser- y con una iconografía contemporánea popular siendo Mad Max (1980s) de los pioneros» Florian Cramer ‘What is Post-digital?’, 2013

Es un (aparente) error común que en múltiples conversaciones, en los medios y en nuestro imaginario cultural se confundan e intercambien los términos «distópico» con «apocalíptico», o post-apocalíptico en su defecto. En un principio podría parecer que se debe simplemente a una incomprensión generalizada (o ignorancia y postureo como otros prefieren llamar) de los significados de ambas palabras mientras a su vez, en la cultura popular (películas, videojuegos) ambos conceptos han sido explotados en las últimas décadas, y con especial asiduidad, al máximo, en los pasados 10 años.

Pero existen más motivos por los que esta confusión se repite una, y otra, y otra vez, incluso entre bastantes aficionados al género fantástico (o más tristemente, por editores y profesionales de la cultura que en un principio una espera que sepan usar bien las «etiquetas», como a veces les llaman sin compasión ni escrúpulos).

Si lectora, ahora mismo te preguntas qué diferencias existen entre apocalíptico y distópico, voy a hacer un paréntesis para definirlos un poco.

Como cualquier persona más o menos occidental debe sonarle, apocalipsis se usaba durante mucho tiempo para describir un libro que forma parte del Nuevo Testamento cristiano, y un proceso del que trata el propio libro en el que el Juicio Final llegaba y, resumiendo mucho, el mundo se acababa con posibilidades o atisbos de posible reseteo hacia un nuevo ciclo más espiritual. Ya sabemos aquello de los Cuatro Jinetes, las trompetas, los sellos, los fuegos, un macrojuicio de almas…

Por extensión, apocalipsis se usa por entonces como expresión para describir cualquier tipo de proceso que implique pues exactamente eso, la destrucción del mundo. A lo largo del siglo XX la narrativa literaria y audiovisual se ha ido plagando exponencialmente de esas visiones futuristas: que si de tipo nuclear, que si del espacio exterior (asteroides, alienígenas, viruses), experimentos científicos idos de madre…

Posteriormente algunos creadores pensaron que podría ser buena idea explotar aquello del reseteo, esto es, se acaba el mundo, pero no del todo porque quedan algunos supervivientes. En ocasiones todo va de sobrevivir y re-crear la civilización en duras condiciones, mientras el propio mundo ha quedado bastante esterilizado e insalubre. En otras, solamente es un escenario para un protagonista normalmente tipo individualista,  en un mundo-estética que es como un  reflejo exagerado del «momento contemporáneo».

Esto es lo que viene a ser «post-apocalíptico», donde post- se utiliza en un sentido totalmente histórico, lo que va después de una hecatombe casi absoluta.

Y finalmente ahí tenemos las distopías, las cuales describen sociedades que no es que sean simplemente imperfectas, sino que implican que un oligopolio vive y manda a su gusto sin ética ni equidad a costa de una gran mayoría de población que vive en condiciones infrahumanas y anti-civilizatorias (desde un punto de vista occidental, nuestra tradición de qué es lo correcto democrátivamente). Condiciones que incluyen por ejemplo invasiones exacerbadas a la privacidad, censura radical a la expresión o cohibición del libre albedrío.

Es decir, las distopías no sólo son las representaciones opuestas de las utopías, ese género filosófico o social que arrancó, tal como lo conocemos, en el siglo XV, sino que además son un ejercicio creativo donde las peores prácticas humanas se imaginan en sus versiones más retorcidas y se exhiben con alguna finalidad más o menos política y didáctica. En el peor de los casos, simplemente es una aséptica estética que insufla tragedia de usar y tirar, algo que se ha estilado bastante en la cultura pop, guste o no que lo diga.

En cierto modo las utopías de algunos pueden ser las distopías de otros. Y si además nos da la sensación que nos vamos cada vez más a lo distópico, pues tememos por nuestra propia integridad.

 

Una delgada línea

Esa delgada línea de la que hablo no es sólo que existen obras, literarias o audiovisuales o del tipo que sean, donde ambas ideas (post/apocalíptico y distópico) se combinan, dando lugar por ejemplo a sociedades compuestas por los supervivientes de un mundo que quedó arrasado décadas atrás, que concluyen siendo desigualitarias y problemáticas, o a sociedades que por ser desequilibradas desembocan a su autodestrucción y el fin del propio entorno (por ejemplo, el planeta).

La delgada línea se enraíza en las condiciones y el zeitgeist o espíritu de nuestra época, que justamente insufla suficiente inspiración para que estos híbridos aparezcan, para que tengan suficiente aceptación hasta el punto de que difundimos estas narrativas una y otra, y otra vez. Porque sentimos ver reflejos, herramientas de aviso y algo de concienciación.

Un punto que se considera importante en el auge de las distopías en el imaginario colectivo (Jameson, Zizek, y más), así como de las obras apocalípticas, es el momento en el que justamente las últimas fuerzas para hacer del mundo un lugar mejor para todos parecían haber sido inútiles: justo después de las marchas y movidas del 1968, en 1969 EEUU plantaba su bandera en la Luna para marcar territorio y autoridad frente a la URSS.

Este proceso de, en cierto modo, pérdida de expectativas sobre futuros alternativos, más sostenibles, culminó con la caída de la Unión Soviética a finales de los 80 y principios de los 90. Ahí estuvo rápida Margaret Thatcher por entonces en encuñar como eslógan político su «There is No Alternative» («No hay alternativa» al capitalismo, TINA para los amigos) y que fue puesto en boca de muchos otros políticos.

No es que todo el mundo fuera partidario de las prácticas de la URSS (que había quiénes lo estaban del comunismo como idea, claro), sino que el hecho de que el capitalismo, sobre todo con sus sombras que con el neoliberalismo se alargaban y retorcían más, fuera entonces el único modo imperante cultural, político y económico en el globo, pues como que desanimó globalmente a mucha gente ¿qué otras utopías quedaban ya por imaginarse, que fueran factibles?

Por todo esto es que las fuerzas o motivaciones que han impulsado el «éxito» tanto de las distopías como de lo escatológico (relativo al fin del mundo y de las cosas) son prácticamente las mismas. Y las hibridaciones entre ambos son orgánicas, fácilmente espontáneas.

En la cita de Jameson con la que abría al inicio, se sintetiza completamente la idea: hasta la actualidad, nos ha sido más fácil imaginarnos y desear el fin del mundo como promesa de reseteo del todo, que imaginarnos el fin del capitalismo con lo complejo que eso sería, lo improbable, costoso, y posiblemente proceso violento.

Es por ello que también nos hipnotizamos fácilmente con imágenes post-apocalípticas de ciudades invadidas por la naturaleza, culminando con tendencias como el «ruinporn«. Es por ello que hoy en día, en plena crisis sistémica y proceso de impasse, no confiamos en promesas de cambio, al menos no fácilmente.

Pero poco a poco hay señales de que se están haciendo ejercicios para imaginar nuevas sociedades y mundos posibles, aprovechando, justamente, que estamos en un impasse y aun se pueden mover bastantes fichas en el tablero. Algunos movimientos como en la llamada economía colaborativa (más allá de Airbnb ni Uber) están incentivando este cambio que podrá ir a más seguramente.