Cuando inventamos el futuro [Breve Historia del futuro]

“The future is not some place we are going, but one we are creating. The paths are not to be found, but made. And the activity of making them changes both the maker and the destination.” – J. H. Schaar, politólogo

Aquí trataremos en adelante de la visión del futuro a partir de los años 70, y sobre todo en la actualidad. Por este motivo, es bueno tratar por encima un poco de teoría sobre historia del futuro, algo así como hacer arqueología para entender cómo hemos llegado hasta aquí, por qué entendemos el futuro de las maneras que las entendemos. No me detendré con extensión en este recorrido, en la pestaña recursos verás que he dispuesto algo de bibliografía y webgrafía donde la historia del futuro se amplía.

Para hacer arqueología del futuro primero de todo debemos entender qué queremos decir cuando hablamos de futuro. Es una palabra cargada de bastantes significados, puesto que en el porvenir proyectamos deseos, incluyendo el de la predicción de los sucesos, temores y voluntades.

Entendemos que es innato en el ser humano el deseo de anticiparse al futuro: los oráculos de la Antigua Grecia, los augurios romanos, la astrología sumeria y china, los nilómetros egipcios buscando predecir el nivel de crecida del río anual… Todos estos ejemplos se nos presentan como muestras de la voluntad del ser humano de controlar de algún modo su sino.

Ahora bien, existe una diferencia en la manera en la que cada cultura entiende el futuro. Un indicador interesante sobre la visión de éste está en el lenguaje, sobre todo en los verbos. Algunos idiomas como el castellano contemplan tiempos verbales para el futuro variado: tenemos el futuro simple, el futuro compuesto o perfecto e incluso del subjuntivo.

Otros idiomas tienen formas más simples del futuro, como el inglés que deben componerlo (p.e. I will do) y no tiene per se un futuro verbal propio, o el antiguo egipcio. E incluso algunos idiomas precolombinos carecen de tiempos verbales, o la concepción del tiempo es radicalmente distinta a la nuestra (europeos).

Pues, nuestra concepción del futuro tal cual la entendemos es prácticamente exclusiva de las sociedades modernas y contemporáneas, y está enraizada con el ideal moderno del progreso.

Cuando comenzó la Modernidad allá 500 años atrás, quedó implícito que el humano podía ser la medida de todas las cosas (surge lo que conocemos como antropocentrismo, en contraposición al teocentrismo imperante en Europa hasta los siglos XV-XVIII), y que el avance del conocimiento y el uso de la lógica (luego en forma de las ciencias y las tecnologías) eran vitales para cumplir con la propia evolución del potencial de las sociedades humanas. Es por entonces que nacieron las utopías.

Historia breve del futuro

Para hablar del futuro debemos hablar de utopías. La utopía se entiende en parte como un género literario de carácter filosófico y/o político, pero también como una construcción simbólica y cultural donde se vierten deseos y expectativas sobre la ordenación social y política idónea de una sociedad, en forma de espacios geográficos imaginarios (normalmente ciudades o estados).

Thomas More y su libro Utopía (1516) inauguraron en cierto modo este ejercicio, que fue seguido durante los siglos venideros por otros pensadores y eruditos como Tommaso Campanella o Francis Bacon, y satirizado por autores como William Dafoe poco más tarde.

Mapa/interpretación de Utopía por Abraham Ortelius (1595). Vía Wikimedia.org
Mapa/interpretación de Utopía por Abraham Ortelius (1595). Vía Wikimedia.org

Hacia el siglo XVIII  las utopías fueron canalizándose hacia los ideales de una cultura tecnocientífica incipiente (entre las clases más bienestantes) y hacia la primera mitad del siglo XIX algunos pensadores llegaron de algún modo a la hipotesis que del mismo modo que podían ser ideadas, potencialmente podían y debían ser puestas a prueba, experimentadas en la realidad.

Fue la época de las utopías arquitectónicas u organizativas puestas a prueba en lugares como las colonias industriales (siguiendo modelos afines a las ideas de pensadores y políticos como Robert Owen o Henri de Saint-Simon), de la emergencia del socialismo utópico, y sobre todo de la aparición de esos experimentos comunitarios: los falansterios puestos a prueba de C. Fourier en Francia y EEUU, o las comunidades norteamericanas de Étienne Cabet, por ejemplo.

New Harmony de R. Owen, plasmado por F. Bate (1838)
New Harmony de R. Owen, plasmado por F. Bate (1838)

Estos últimos experimentos no tuvieron aparente éxito (los falansterios por ejemplo no llegaban a superar los dos años de existencia). Pero de algún modo se entendía que los esfuerzos políticos podían canalizarse para conseguir ideales futuros mejores. No hace falta mirar tanto a estas tendencias alternativas decimonónicas: la emergencia de la política moderna (esa que nos hicieron estudiar cuando los modelos democráticos modernos se constituyeron allá el siglo XVIII) se basó en canalizar, al fin y al cabo, propuestas y métodos de prosperidad para las sociedades.

En fin, lo importante aquí es que la utopía se movió del no-lugar simbólico al espacio temporal que aun no existía, pero potencialmente sí: el futuro. Es a partir de la Segunda Revolución Industrial que emergen imágenes y relatos sobre el futuro; el género de la especulación científica o ciencia-ficción nace, con raíces profundas en la literatura europea previa, y también se consolidan las ciencias estadísticas dirigidas al pronóstico y predicción, las revistas científicas son una pequeña moda y se rellenan de predicciones en el campo de la demografía, la tecnología y la técnica, la medicina o las ciudades.

Es a partir de esta época (sobre todo finales del XIX y principios del XX) que los grandes ideales del futuro: ciudades repletas de rascacioles y automóviles voladores o más veloces, máquinas de telecomunicación con videoconferencia, viajes y colonización del espacio, robots sirvientes en la guerra, las fábricas y las casas… Cosas de las que hoy siguen llenando contenidos en los diarios y marcando direcciones en las agendas de las grandes tecnológicas.

El resto de la historia del futuro hasta después de los años 50 no tuvo muchas novedades a destacar, en tanto que el género distópico también apareció en el siglo XIX así como la crítica a las bondades futuristas de la tecnología (W. Morris, A. Robida, H. G. Wells), o el temor al apocalipsis venido de las máquinas o un mal uso de la ciencia también (con raíces en el luditismo, en cierto modo M. Shelley estaría ahí).

Acabada la Segunda Guerra Mundial y dado el estado de las diversas economías globales, se consolidan la economía del consumo y la cultura de los mass media (la televisión, cine y radio) como total normalidad, y sistema. Es a partir de aquí que  se multiplica el recurso futurista en la publicidad, como forma de posicionar una marca de electrodomésticos o de telecomunicaciones como estratégicamente muy avanzada (hoy diríamos innovadora).

Mientras, el género de la ciencia-ficción pasaba de su Edad de Oro (esa marcada por Arthur C. Clarke, Isaac Asimov, entre muchos otros grandes) a la Nueva Ola, marcada por una mayor experimentación en el estilo, un mayor tinte crítico puesto en la sociedad y en el futuro, mayor relativismo o incluso llegando hacia el nihilismo, protagonizado por grandes como Ursula K. Le Guin, Frank Herbert, J. G. Ballard o Philip K. Dick.

Y es a partir de los años 70 que aparecen nuevas rupturas en la concepción del futuro, pero de eso hablaremos otro día.

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